viernes, 2 de diciembre de 2016

Fidel tomará forma en nosotros

Autor: Sergio Alejandro Gómez | internet@granma. cu 
27 de noviembre de 2016
No recuerdo un día sin alguna sonrisa en Cuba. Era un niño en los años 90 cuando apenas había unas horas de electricidad y faltaba la comida y la ropa y mucho más. En las noches de apagón me entretenía con historias de la familia de mi mamá o sus versiones libres de los cuentos clásicos. Y, si el calor era insoportable, salía a jugar a los escondidos y cazar cocuyos.
Hoy trato de ubicar cuándo llegó Fidel a esta historia, pero no lo logro. Está ahí desde que tengo memoria: en la Plaza en hombros de mi papá, en el televisor de la sala cuando se colaba en el horario de las aventuras, en la escuela y en el barrio.
Pero lo que recuerdo mejor de aquella época son los cuentos. Aquel en que Fidel, Yeltsin y Clinton llegan al cielo... o cuando Pepito le salva la vida y le concede un deseo. Uno aprendía  a identificar cuando se hablaba de él, ya fuera con una seña en la barbilla o con uno de sus mil apodos.
Luego terminé fajado más de una vez. En la Nicaragua de Arnoldo Alemán me preguntaban si era cubano de Miami o de Fidel y no siempre les gustaba la respuesta. A los 10 años ya era radical. La cosa empezó cuando vi niños mendigando a la orilla de la carretera y escuché a unos doctores hablando de seguro o pago en efectivo antes de coserme la cabeza. Ese día, el carro había dado dos vueltas antes de parar al borde de una ladera del volcán Masaya, a más de 900 metros de altura. La pareja de panameños que nos auxilió decidió llevarme primero y dejar a mis padres. Nunca me había sentido tan solo y tan pobre.
A Alemán lo conocí en una feria ganadera, me tocó la cabeza y me sampó un beso, con ese gesto que hacen algunos políticos cuando se unen los niños y las cámaras. «Con las ganas que tengo de que Fidel me dé un beso, mira quién me tocó», cuenta mi mamá que le dije bajito cuando se fue el presidente.
El primer discurso de Fidel que puedo citar a conciencia es el del 11 de septiembre del 2001. Tenía 12 años y estaba en la barbería cuando entró alguien con la noticia: «Los iraquíes atacaron Estados Unidos». Ahora que lo pienso, eso no le habría venido nada mal a Bush, pero la situación era más complicada. Corrí a la casa y la televisión cubana estaba transmitiendo las imágenes de CNN, en directo en el momento en que se desplomaban la primera y minutos después la segunda torre del World Trade Center.
Esa tarde-noche fue a inaugurar la escuela Salvador Allende, que queda cerca de mi barrio, y dijo algo que nunca más olvidé: el terrorismo no se puede combatir con más terrorismo. Claro, nadie podría decir que se acerca a alguna de sus frases más geniales, pero es el primero de muchos análisis que comencé a guardar por cuenta propia. Y a anotarlos en una larga lista de pronósticos en los que el tiempo terminó dándole la razón.
Yo llegué tarde a Fidel. Comencé la universidad en el 2006, el año que tuvo que abandonar su puesto por razones de salud. No dejé de leer ninguna de sus reflexiones y empecé a coleccionar sus libros, incluso aquellos que recogían discursos sueltos de distintas épocas. Así he conversado largas horas con el estadista, con el político, el estratega y con el ser humano que está detrás de todo eso.
Llegué tarde también a Granma, donde los viejos periodistas cuentan que Fidel se sentaba a tomar alguna de las decisiones más importantes del país y escribía los editoriales de su puño y letra.
Lo vi de lejos en la escalinata de la Universidad de La Habana y en el 7mo. Congreso del Partido, cuando fue dolorosamente certero al pronosticar que esa sería la última vez que hablaría ante ellos.
Si la vida me deja ser viejo, podré decir algún día que vengo de la época de Fidel Castro y discutí muchas veces con él, aunque solo tenga mis libros para probarlo.
Cuba amaneció este 26 de noviembre sin él por primera vez en 90 años. Fue una mañana gris. La gente caminaba despacio y en silencio. No hablaban entre ellos. Puede que necesiten tiempo, quizá años, para terminar de leer la noticia de su muerte, de la que todo el mundo habla y ellos prefieren callar, al menos por ahora.
El sol salió luego en La Habana y se puso, pero la ciudad marchaba tres velocidades por debajo de lo habitual. Los mismos rostros que se han burlado del bloqueo, de las necesidades de cada día y de la misma vida, se quedaron paralizados desde que en la medianoche Raúl diera el anuncio a Cuba y al mundo.
No digo que en Cuba unos pocos no sufran esta pérdida; al igual que en Miami, donde otros salieron a celebrar la muerte de un hombre que intentaron asesinar centenares de veces y que sobrevivió a 11 administraciones norteamericanas para morir a los 90 años, junto a su familia y su pueblo. Pero esa alegría será siempre una mueca y nunca una sonrisa.
La muerte de Fidel es la conmoción nacional más grande de mi generación, la que no estuvo en las trincheras, en la invasión por Playa Girón ni en la Crisis de los Misiles; la que no pudo llorar cuando Fidel leía la carta de despedida del Che, ni cuando el tributo a los asesinados en el acto terrorista perpetrado en Barbados.

Pero tengo el presentimiento de que la sonrisa regresará a Cuba. No hoy ni mañana, pero regresará. Y no es que la ausencia del Comandante en Jefe la vaya a llenar alguien, sino que un nuevo Fidel irá tomando forma en cada uno de nosotros y nos acompañará cada vez que se piense en Cuba, que es la mejor manera de pensar en él. En ese momento, se habrá cumplido el pronóstico que siempre temieron sus adversarios: el guerrillero de la Sierra será inmortal.

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